Javi Torra Lapegna

“Luz compartida: el poder transformador del retrato”

La fotografía, para mí, no es tanto un ejercicio de técnica, ni siquiera de arte en el sentido estricto. Desde el inicio, fue una manera de escuchar. De estar y reflejar. Una forma de silencio que, lejos de representar, revela. No la imagen que se ve, sino la vibración íntima que se siente. La fotografía es, a mi modo de ver, un acto de respeto: ante el otro, ante el tiempo, ante aquello que no se repite.

Mis comienzos fueron en el cuarto oscuro, entre químicos y papeles mojados, en la ceremonia lenta del revelado. Allí descubrí que una imagen no se fabrica: aparece. Se deja ver. Desde entonces, no he dejado de buscar esa aparición en cada rostro que me confía su presencia. Retraté a niños en situaciones de necesidad, y en ellos no vi carencia: vi una alegría cruda, una nobleza desprovista de artificios. Aprendí a no mirar desde la distancia, sino desde la implicación, el vínculo que nace antes de apretar el obturador.

Con el tiempo, mi mirada se desplazó hacia las personas mayores. No fue un cambio premeditado, sino una consecuencia natural de los afectos en mi vida y la unión de arte, fotografía y salud. Trabajando en residencias, acompañando rutinas, gestos, palabras que vienen de lejos, entendí que la fotografía no debía irrumpir, sino integrarse. Por eso, durante los primeros meses en los talleres, no llevé la cámara. Esperé. Escuché. Y solo cuando fui parte del paisaje humano, cuando el lazo fue real, apareció la posibilidad de la fotografía .

No concibo la fotografía de retrato sin ese vínculo previo. Fotografiar a otro sin haber sido tocado por la historia del otro me resulta incompleto, casi violento. El retrato, en mi caso, para tener alma, necesita haber sido nutrida de relación. Lo técnico, lo compositivo, llega después. Lo primero es el estar, el compartir, el reconocerse en un espacio de seguridad. Para que una persona se exponga a la cámara, primero he de ser yo quien exponga mi ser.

Con los años, este trabajo con personas mayores —que empezó como impulso— se fue transformando en proyecto. Un proyecto que se sostiene en una certeza: la fotografía puede mejorar la calidad de vida de las personas. No solo por lo que muestra, sino por lo que provoca. En una imagen, alguien se reencuentra con su identidad, recupera un fragmento de sí. La cámara, cuando está al servicio del otro, no roba: devuelve, recupera.

Hoy creo profundamente en la fotografía como herramienta de transformación, como espacio de cuidado, como forma de ternura. Es accesible, humana, simple. Y a la vez, poderosa. Porque en su mejor versión no representa, sino acompaña. No explica, sino sugiere. No invade, sino acoge.

Sigo aprendiendo. Cada rostro me enseña una forma nueva de mirar. Cada gesto capturado y cada historia, una forma distinta de recordar y crecer yo mismo. Y en ese acto de mirar con respeto, de retratar con honestidad, encuentro no solo una imagen, sino una posibilidad de presencia, de sanación, de luz compartida y acompañamiento.